El gaucho, sentado al frente de la tapera, tomaba mate amargo, porque dulce era de mujeres. Le flanqueaban dos perros atentos y vigilantes: uno cimarrón de manto atigrado y un border collie, blanco y negro.
Las gallinas picoteaban lo poco que encontraban en la tierra del patio. De tanto en tanto, alguna sobrevolaba los tacos de reina.
El campo tenía un verdor deslumbrante y es que había llovido mucho ese año. A las vacas no les faltaba comida, pero el gaucho y los perros estaban cada vez más flacos.
Dos meses atrás, la doña se había marchado al pueblo, cansada de tanto desprecio y mal trato. Ella que siempre encontraba solución para que no faltara un plato de comida, lo había abandonado.
Él aún no creía que su huida fuera definitiva, por eso esperaba en silencio de cara al camino.
Un día llegó un vendedor ambulante ofreciendo mercaderías en permuta. Él deslumbró ante la suerte, la doña no se había llevado nada.
El hombre de mucha labia, aceptó canjear con el gaucho y entró en el rancho adueñándose de la cocina para hacer un buen locro.
Él estaba radiante, más que suerte encontrar una persona así, un amigo. Almorzaron y después del lavado de útiles, se echaron a dormir una siesta.
Él soñaba, veía a la doña volviendo con la canasta desbordante de hortalizas y frutas, y hasta veía una pata de cordero saliéndose.
Mientras el gaucho soñaba, el amigo aprovechaba para guardar en sus bolsos cuanto objeto hallaba en la casucha, que no por ser pobre le faltaban cosas de calidad, todas de la doña, claro está.
Al despertar no solo la casa había sido vaciada... los perros habían desaparecido y las batarazas brillaban por la ausencia, los tres conejos y un chancho tampoco aparecieron; pero lo que más lamentaba era la falta de la vaquillona, que llevaba el mismo nombre que la doña y a la cual llamaba todas las mañanas. El lamento y la desdicha de él fue darse cuenta de que de allí en adelante, ya no podría más imaginar que era a ella a quien estaba llamando.
Lylián Rodríguez
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