Estoy aquí, miro los leños arder. La fogata me transporta y me hace oír la música…
Ya eché el deseo, “volver a verlo antes de morir”.
Se abre un camino entre las llamas, se separan. Estoy en sus brazos, fuertes, anchos, su ternura me vuelve frágil, pierdo poder y me dejo caer, ¡ah!, si no hubiera sido por los dogmas.
Oigo voces, el calor del fuego es intenso.
–Dra., ¿me ayuda?, tengo un caso muy difícil, yo le pago.
–Sí, vaya mañana a mi casa con las pruebas que tenga. No cobro, desde que dejé la judicatura continúo mi misión, ayudar sin condición.
Es una fogata muy alta, más de dos metros, ¡si habrán cortado árboles!
Camino por los bosques de Borneo, tengo que encontrar a los pequeños orangutanes, llevarlos a la Reserva o perecerán. Allí, allí hay uno, dos, más.
–Vengan chiquitos, no tengan miedo.
Oigo voces, –entren, vamos a cenar.
–Te ayudo, apóyate en mi brazo.
–¡Qué cosas ricas! Creía que ya había probado todo. ¿Cuánto más quedará sin que lo saboree antes de partir? ¿Cuánto tiempo más mi cuerpo caminará por este mundo? Un día, un mes, veinte años máximo.
Me colocaron bien, cerca de la ventana, desde aquí veo el fuego, esbelto, quemando tantos deseos para que San Juan los cumpla.
Terminamos la cena, habrá que esperar por los postres, no importa, tengo esa mezcla de rojo, naranja, amarillo y a veces azules delante de mí.
Camino erguida, sonriendo, soy la más alta y la única con falda larga, chiffon negro desde el talle alto, corsé natural bordado en oro. Saludo hacia un lado y otro siempre sonriendo. Las otras jóvenes todas de minifalda, graciosas, con esa gracia natural de cinco años menos que yo. Esa noche fui una princesa, mi padre así lo quiso y me anotó en el certamen.
–Alejandra ¿no comés el postre?
–Sí, ¡qué rico!
Los violines comienzan a rozar sus cuerdas, elevan sus notas en halos de vapor alrededor del fuego.
Sentada allí, en el jardín, sigo atenta a las formas de la hoguera, ahora más baja. Sentada al piano ejecuto “Para Elisa”, no sé si para ella o para mí. Es un gran teatro, está al completo y yo allí sola, concentrada en los movimientos de mis manos, ya se sienten los aplausos.
Todos aplauden, la luz rojiza se desvanece. Intento levantarme.
–Esperá que te ayudo Alejandra.
–Voy por mi abrigo, ya no hay calor.
–Yo te lo traigo, no camines.
“Otro poco de ensueño, eso necesito, que me dejen sola, me fastidia que estén pendientes de mí todo el tiempo.”
¡Qué lástima, ya no se ven las lenguas rojas y amarillas! Caminaré entre los restos de leños aún ardiendo para mí. Se abre un espacio entre las aguas de la piscina. Un placer nadar en mar abierto. Así, es nadar en la piscina del crucero. Me siento poderosa, más fuerte que ninguna. Y nado, nado una y otra vez, hasta quedar exhausta.
–Alejandra, vamos, todos se están yendo.
–Aún no, Manuel, quiero ver apagarse hasta la última brasa.
–Vamos, vamos, estoy cansado, yo también tengo ochenta años.
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Lylián Rodríguez Méndez
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