Dos grupos llegaron por distintos senderos. Se unieron en una sola y larga fila. Siguieron lenta y pacientemente hasta llegar a su casa en Thula Thula. En ese lugar, más de uno había pasado parte de su vida.
Llegaron a la hacienda para despedirse. Allí estuvieron durante dos días, los que no comieron ni bebieron agua, estuvieron postrados en silencio.
La familia de Anthony, emocionada, trataba de interpretar sus códigos. Habían pasado más de tres años desde la última vez que estuvieron en Thula Thula y para llegar hasta allí, había que caminar más de veinte kilómetros.
Un gran respeto, agradecimiento, dolor y el pésame en ese último adiós al gran padre, defensor de la vida silvestre. Él, que tanto había hecho por ellos, al salvar crías huérfanas; rescatar adultos de las garras de leones.
La noticia corrió muy rápido y la interrogante de todos los vecinos de la zona era cómo estos grupos se habían enterado de la muerte de Anthony, desde un lugar tan apartado de la sabana.
Las respuestas empezaron a surgir de los lugareños. Una idea razonable parecía ser el gran sentido de orientación.
Ellos se guían por el pequeño movimiento percibido a través de la tierra. Captan las mínimas vibraciones a mucha distancia. Tal vez, el desplazamiento desacostumbrado por tantos dolientes. Los sonidos fuera de lo común en lo que había sido su hogar en algún momento. Otros dijeron que eso ocurría por una intuición muy desarrollada. Las elucubraciones siguieron.
Después de dos días, una mañana se levantaron y emprendieron el regreso, con andar suave y siempre en silencio.
No faltó quien dijera que las dos matriarcas sudafricanas que lideraban ambos grupos, habían sido salvadas por Anthony de las balas de los cazadores furtivos; en un caso, al interceptarlos y hacerlos conducir por los guardabosques; en otro, al extraer una bala del tórax al animal.
Lo cierto es que fueron varios los elefantes que vivieron en Thula Thula.