La paradoja de toda esta situación, es que las personas parecen cada vez menos capaces de experimentar la soledad y que, a la vez, se sienten más solas que nunca. Lo primero se expresa en esa necesidad compulsiva de “estar conectados”. Lo segundo, en esa dificultad cada vez mayor de establecer vínculos con los demás, sin la mediación de la tecnología.
Los móviles nos han enseñado a ver todo lo que pasa en el mundo, a través de una pantalla. Hay personas que experimentan una profunda angustia, que a veces raya en el pánico, cuando no disponen de su teléfono. Es como si se sintieran perdidos, aislados, excluidos del mundo… como si por fin tuvieran que vérselas a solas consigo mismos y esto fuera un trance aterrador.
El móvil se ha convertido en el mejor amigo de muchas personas: sin este aparato, se sienten irremediablemente solos. Más que en un medio para comunicarse con quienes están lejos, cuando se hace necesario, el teléfono celular hace las veces de un escudo para enfrentar un entorno que, evidentemente, perciben como amenazante. El móvil ayuda a eludir una cierta sensación de vulnerabilidad.
En el mundo virtual es más fácil romper las barreras, manteniendo las distancias… acercarse a otros, sin quedar expuestos al desafío de mirarlos y que nos miren a los ojos. El móvil y la comunicación que se establece a través de él, nos ayuda a camuflarnos un poco, a “retocar” nuestra imagen, a controlar mejor lo que deseamos dejar ver. Es así como el móvil, termina siendo ese mejor amigo que secunda nuestras extravagancias, sin decir ni “mú”.
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