Aún llegan a mi mente el desfile de imágenes que revelan la fuerte presencia de mi abuela. Es la nostalgia que atiza. Es la soledad que me envuelve.
Con frecuencia “mi Lala” mostraba las fotos de su juventud, cuando sonreía y dejaba asomar toda su dentadura. Dos bucles caían sobre su frente, en un remate del cabello, que recogía para despejar su rostro.
A los dieciséis años, de labios sensuales y muy bien parecida, se llevaba todo el universo por delante. Siempre mirando a su madre, cosa que yo nunca pude hacer. A los treinta y cinco, aquella cara inmaculada de la adolescencia, ya no era tan hermosa. Algunos oscuros laberintos se dejaban ver desde las comisuras.
Cuando su única hija me trajo al mundo, tuvo que sortear completamente sola la diferencia generacional, para criarme. La fiebre tifoidea sólo me permitió disfrutar de mi madre tres meses.
¡Cuántas veces deseé ver el rostro de mi madre inclinado sobre mi cuerpo! ¡Cuántas veces necesité sentir el susurro de sus palabras más íntimas! En su lugar, me impusieron a la abuela, para no terminar en un hogar de niños. Lo malo fue que ninguno de los dos comprendió que estábamos indisolublemente unidos. Que el destino nos había complementado.
Creo que no supe aprovechar la oportunidad de recibir lo que guardaba para mí. De recibir y de agradecer. Hoy pago con un alto costo mi ignorancia. No todo lo opaco es oscuro. Todo radica en saber ver el otro lado de las cosas. En saber ver más allá de lo visible y salir del paradigma.
Busco en los últimos andenes de mi alma para encontrar el eslabón perdido, mas siempre está quebrado. Es la nostalgia que atiza. Es la soledad que me envuelve.
Más de una vez, el zapatero en medio de sus historias, esbozaba algún halago que no comprendía. "¿Qué le ve a mi abuela?", pensaba. El boticario, en cambio, dejaba escapar una mirada tan dulce como los caramelos que ponía en mi bolsillo. Pero no era a mí, a quien miraba, sino a ella. “¿Qué le ve a mi abuela?” Lala debió de tener sus encantos en la edad temprana y muchos más en la adultez.
Al pasar los años, los cambios rápidos que trae la pubertad, me volvieron irascible. Ya no sacrificaba nada por ella. Mi rebeldía no toleraba su aspecto y su rencor me imponía resentimiento. ¡Qué injusto! No me encontré cara a cara con su corazón. ¡Qué injusto! No fui capaz de abordar sus sentimientos. El vacío que me invadía, no permitió que navegara por sus ríos interiores, donde flotaban los hilos del amor.
Cada tanto, miro las fotos de antaño. “-Lala, ¡qué bien me queda el traje blanco!” Ese día cuando llegué a la plaza, los gurises quedaron mudos. Todos íbamos a nuestro primer baile. Era el primer pantalón largo.
Los quince años se fueron pronto. Dejé de ser el señorito modelo del cual se mofaban mis pares y adquirí un respeto que aún hoy conservo.
“-Lala, siempre me decías: Tu madre, hubiera querido verte así. De sienes engominadas y raya marcada en el pantalón.
-¿Tú crees Lala?, ¿Tú crees?”
-Lala, ¿me invitas a ir hasta la vereda alta? Ahora, ya no me invita, pero yo siento que me espera. Es una muda convocatoria que me arrastra. Que me arrastra y siempre vuelvo al pueblo. Es la nostalgia que atiza. Es la soledad que me envuelve.
Todo está igual...
Las callecitas mudas de la tarde cobran vida con el pasar de las horas. El nieto del zapatero, del mismo oficio, esboza una sonrisa cómplice al verme aparecer. Siempre trae a la conversación los recuerdos de su abuelo. "-Ella dejaba caer sus pestañas lentamente, mientras, mi abuelo sucumbía sonrojado a su paso por la puerta del negocio."
La sobrina-nieta del boticario, que en el lugar de la botica vende potes de dulce casero, no menos cuenta en sus evocaciones familiares. -Mi tío-abuelo, no abandonó la soltería por guardar en su corazón el amor de su juventud y éste lleva el nombre de su abuela.
Sigo rumbo al molino, el cual ya se divisa. Al llegar al final de la calle cruzo, para introducirme en aquel mundo olvidado.
Ando los caminos interiores que la vereda alta resguarda. Miro el cielo diáfano que me ampara. Cada tanto descanso bajo algún árbol y el fresco de su sombra me reanima. Es un páramo apacible que siempre me gustó recorrer. Tal vez, porque allí se inició mi gris existencia.
Dalias, alelíes y margaritas alternan secas entre apartadas matas de portulakas y uñas de gato. Desde una pequeña y verde loma admiro el río que pasa y besa los sauces de la orilla y las piedras del cauce. Es la nostalgia que atiza. Es la soledad que me envuelve.
Muchos mármoles bordean los caminos. Estos, aún son de tierra.
-¿Madre, estás ahí? -¿Lala, estás ahí? -¿Encontraron a mi padre?
Lylián Rodriguez
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