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Sucedió un invierno (cuento)

Sucedió un invierno  (cuento)
Era un invierno demasiado tranquilo. Analía y yo disfrutábamos en la playa. Habíamos bajado y dejado atrás la casa, sin miedos, apenas cerrada la puerta y con las ventanas de las habitaciones sin traba. Bien lejos de Montevideo, la compra del nuevo hogar nos proporcionaba felicidad y eso hacía que no extrañáramos tanto a nuestros hijos, que habían emigrado en pos de sus proyectos. No era grande, razonablemente cómoda, con todos los ambientes necesarios para nuestro vivir del día a día y tres pequeños dormitorios, porque cuando la compramos nuestros hijos vivían con nosotros, uno para Talía, otro para Víctor y el nuestro. En el living había reservado un lugar para mi colección de moluscos y libros de animales marinos. 

A las seis de la mañana ya estábamos levantados, habíamos desayunado y preparado el mate. A la hora y media ya habíamos bajado a la playa y caminábamos rememorando momentos de nuestra juventud, mientras veíamos salir el sol bajo un cielo aborregado. Estaba frío pero envueltos en bufandas, con guantes y buenas camperas, ese invierno nuestro otoño no lo sentía tanto. De pronto todo cambió, volvíamos a casa cuando el cielo se oscureció y el mar comenzó a subir repentinamente por la arena. Vimos a lo lejos el avance de grandes olas, era una pleamar. Corrimos despavoridos hasta la duna más cercana y trepamos, trepamos...

Las aguas se retiraron y al oeste de la playa quedó un tapiz de criaturas.

Lobos, pingüinos, cormoranes, tortugas y hasta delfines cubrían la zona. Y estaban vivos. No pasó mucho tiempo para que algunos buscaran el mar. Los lobos marinos y las tortugas fueron los primeros. Los cormoranes subidos a las rocas de la costa, extendían sus alas para secarse. Los pingüinos eran los desconcertados, muy tiesos observaban hacia todos lados sin animarse a volver al agua.

El drama mayor se reunía alrededor de dos delfines. No sabíamos qué hacer. Sus esfuerzos por salir de la arena eran inútiles y nosotros sabíamos que debían llegar al agua o perecerían. Eran animales muy grandes, adultos al parecer por su color gris oscuro y blanco; se contorsionaban agitados. 

Nos acercamos más, hasta que el miedo nos paralizó. Los delfines son muy amables pero en peligro, pueden ser animales muy feroces. ¿Qué hacer? Nuestra casa estaba sobre una pequeña playa, separada de La Esmeralda por unas dunas y el centro comercial más próximo estaba en Castillos, a más de dieciocho kilómetros. No teníamos experiencias con grandes animales silvestres, solo información por los documentales. 

Corrimos a la casa, estaba muy fría, nos pusimos a buscar con el celular alguna organización cercana protectora de vida silvestre. No había ninguna, la más próxima estaba a cincuenta kilómetros. Buscamos algún veterinario en Castillos, pero los teléfonos no contestaban, seguramente en otras partes de la costa atlántica había sucedido lo mismo y tendrían mucha tarea. Recordé algo y le dije a Analía, que además de los animales marinos grandes, había visto muchos pequeños. Así que tomamos unas cestas y corrimos al lugar donde aún se revolcaban los delfines.

Recogíamos caracoles, bivalvos y anémonas a toda prisa. En el fondo de las canastas primero colocamos las amiantis, sus hermosas conchas rosadas estaban bien cerradas y eso indicaba que vivían. Le indiqué a Analía que agarrara suave a los caracoles de tapita para darles tiempo a que introdujeran su pie y cerraran el opérculo. Las anémonas fueron las últimas, iban arriba de todos, tiernas y frágiles, no tenían caparazón que las protegiera. Hundimos las cestas en el agua. Los primeros en salir fueron los moluscos que empujaban a las anémonas; a estas las ayudamos con nuestras manos, apenas tocarlas se retraían dejando de ser una hermosa flor, luego ayudamos a las amiantis. Volvimos felices, en algo habíamos contribuido.

Nos quedaba un sinsabor, no resistíamos la idea de no poder salvar a los delfines. Se me ocurrió algo visto en la National Geographic.

–Analía buscá unas mantas. ¿Dónde están las tablas de surf de Víctor y Talía?
–Colgadas en la parte de atrás del garaje.
–¿Aún tenemos las cuerdas de aquel bote que alquilamos?
–Sí, están en el garaje en el estante de más arriba. ¿Qué pensás hacer, Martín? Cuidado, el estante está lleno de cosas.

Cargué rápido las dos tablas, coloqué las mantas al hombro y le pedí a Analía que llevara las cuerdas, la tijera grande y cuchilla. Y allá fuimos los dos septuagenarios a salvar a los delfines.

Nos acercamos despacio, en silencio, los pingüinos ya se habían ido. Mojé una de las mantas y la tiré sobre la cabeza de uno de los delfines dejando al descubierto su agujero de respiración.

–Analía, tendrás que sostenerle la cabeza mientras yo intento colocar las tablas por la cola.

No era fácil, el animal no se quedaba quieto. No obstante, después de unos minutos de lucha, logré colocarlas enterrándolas un poco en la arena. Enseguida comencé a enrollar con la cuerda. 
–Analía, mantené tus manos apoyadas en la cabeza, cuando yo tire vos empujá, una vez en al agua y a media pierna yo lo suelto y vos tirá de la manta. – Mirando hacia el mar y a horcajadas sobre el animal, comencé a tironear.

Pasamos mucho estrés, pero el delfín nadaba rumbo a su hogar, y cada tanto volvía la cabeza y daba un salto de alegría. Parecía que nos agradecía.

Analía temblaba, tenía el cabello revuelto, unos mechones blancos de aquella cabellera oscura caían sobre su rostro. Estaba demacrada, su piel muy clara estaba un poco azulada y los ojos ya no eran grises, sino negros. Yo respiraba hondo y pensaba en la ventaja que nos había dado la vida, habíamos practicado gimnasia y aparatos todas las semanas cuando vivíamos en Montevideo, eso nos había dado fuerzas para el logro de este día. 

Habíamos vuelto por algo de abrigo que en el apuro habíamos olvidado, reflexionaba, entonces, agrandé los ojos y luego de una exhalación grité.

–Falta el otro Analía, debemos apurarnos.

Íbamos bajando a zancadas cuando un grupo de personas llegaba a la playa, venían para ayudar, el veterinario había recibido el mensaje enviado.

Al otro día bajamos abrazados para ver el nacimiento del sol bajo un cielo muy celeste.
Lylián Rodríguez
Autora

Debajo se enlazan más cuentos de la autora.

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Comentarios (2)

Agregar un comentario

Moderador de Comuna Mujer.

Moderador 03-05-2021

Gracias Cristina por tu comentario.

Cristina 01-04-2021

Muy hermoso y sensible el cuento sucedió un invierno ,felicitaciones!!!

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